jueves, 8 de diciembre de 2011

La chica de negro.

  La chica de negro decidió parar a descansar en un banco mientras volvía de la escuela. Llovía mucho aquella tarde, pero ella no llevaba paraguas, ¿qué más daban cuatro gotas sobre su estropeada cabellera? La gente la miraba con caras extrañas, incluso aquel anciano con bastón, acompañado de su mujer, se paró a preguntarle si necesitaba algo. No, no necesitaba nada de lo que aquel amable hombre pudiera ofrecerle. La chica de negro se quedó dormida pensando, recordando… Recordó aquél día, en el que, unos años atrás, sentada en aquel mismo banco a la salida de clase, rogaba que no llegara el día siguiente, cuando tendría que volver al colegio. No quería volver, no quería pisar más aquel estúpido lugar donde jamás encontraría la felicidad, no quería volver a escuchar los mismos insultos que llevaba escuchando años, no quería que volvieran a reírse de ella, que la señalaran, que la miraran. Quería ser invisible. Aquel día, su frágil e inocente mente le dio una estúpida idea que lo estropearía todo. Decidió que todo iba a cambiar, que no volverían a reírse de ella o a empujarla más, que no volverían a señalarla y susurrar a sus espaldas. Decidió, con tan solo 10 años, cambiar su vida para siempre, sin conocer las consecuencias que ello le traería. Esa noche, cuando su madre la llamó para cenar, le contestó desde el marco de la puerta de su habitación, diciéndole que no tenía hambre. Pasaron así días, meses, años. La chica de negro se escondía bajo amplias sudaderas, ocultando así su cuerpo, cada vez más desgastado y enfermo.
Era ya de noche y la calle estaba desierta cuando la chica de negro despertó en aquel banco, con aquel sueño aún en sus retinas, pensando en aquella niña inocente que, con 10 años y 67 kilos de peso, tomó aquella estúpida decisión. La chica de negro era ahora una adolescente de 16 años, medía 167cm y pesaba 34 kilos. Su rostro no era el típico de una chica de su edad, estaba estropeada, con los ojos y la piel apagados, y sin fuerzas para poder llevar a cabo ningún tipo de actividad que cualquier adolescente con su edad pudiera realizar. Se sentía débil, enferma, cada vez más, pero al mismo tiempo, y lo cual la hacía temerse a sí misma, se sentía gorda. Pensó entonces en por qué había comenzado todo aquello, en los insultos que recibía con 10 años. No había conseguido cambiar nada. La gente seguía mirándola, señalándola, y susurrando tras su espalda. La chica de negro había decidido ponerle fin a todo aquello de una vez por todas, sacando así de su bolsillo aquel frasco de pastillas que había conseguido, sin obtener ninguna pega, en la farmacia. - Paracetamol, 1g, 40 comprimidos - dijo leyendo en voz alta el tarro. Sacó una botellita de agua que guardaba en su negra mochila, y se las tomó. Se las tomó todas, hasta la última pastilla que contenía aquel frágil frasquito de cristal. Una vez se las hubo acabado, se tumbó en aquel mismo banco donde todo aquello había comenzado, cerrando los ojos, para nunca más volver a abrirlos.